Belén Gache

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   De lecturas y escrituras, vidas y sueños

 

Texto publicado en el Boletín del Club de lectores, Bogotá, Colombia, febrero de 2004.

 

 


PROUST SE HABÍA DADO CUENTA DE QUE EL LECTOR ES UN ESCRITOR
Marcel Proust, autor de En busca del tiempo perdido, novela en siete extensos tomos a la que le dedicó toda su vida, decía que cada lector era, mientras estaba leyendo, más que el lector de un libro, el lector de sí mismo. El trabajo del escritor, según Proust, era solamente el de proporcionar una especie de instrumento óptico que se ofrecía al lector para permitirle discernir lo que, sin ese particular libro, quizás nunca hubiera experimentado por sí solo. El hecho de que el lector experimentara sentimientos propios al leer el libro era para Proust una prueba irrefutable de que esto es verdad. Proust no solamente acentuaba el carácter activo de la lectura sino que llegaba incluso al punto de identificar el trabajo del lector con el del propio escritor.
Muchas veces se ha realizado una identificación semejante entre productor y receptor en cuanto a obras de arte se refiere. Pierre Boulez, por ejemplo, decía que el trabajo del compositor era realmente terminado por la persona que escuchaba su música. Marcel Duchamp sostenía que las obras plásticas eran construidas exclusivamente a partir de la mirada de los espectadores.
Volviendo al caso de la lectura, yo creo que leer es, de alguna manera, ir reescribiendo las palabras del escritor. Cuando leemos, proyectamos en el texto un especie de “ego” ficcional de nuestra propia invención y que participa de los eventos que allí se describen: a través del mismo dudamos con Hamlet, viajamos a los infiernos con Dante, creemos que los molinos de viento son gigantes, al igual que el Quijote.

PERO TAMBIÉN PODRÍA DECIRSE QUE UN ESCRITOR ES UN LECTOR
Siguiendo esta línea de pensamiento, también podríamos decir que el escritor es, ante todo, un primer lector, porque creo igualmente que escribir no es en el fondo otra cosa que producir el texto que uno verdaderamente quiere leer. En este sentido, escribir es como leer, solo que se trata, en todo caso, de una lectura perfecta.
Cuando uno escribe inventa un mundo propio, al igual que todos inventábamos nuestros propios mundos cuando jugábamos de niños o cuando soñamos. Escribir es así; es como leer el texto que va produciendo nuestro propio sueño. Conocido es el caso de Samuel Taylor Coleridge, que compuso su poema sobre Kublai Khan a partir del sueño que tuvo una noche de verano de 1797. Esa noche no se sentía demasiado bien. Decidió tomar dos gramos de opio tras lo cual cayó en un profundo sueño. Soñó entonces que leía un libro sobre Kublai Khan que poseía ilustraciones del hermoso palacio que el emperador se había mandado a construir en la onírica ciudad de Xanadú junto con poéticas descripciones de las mismas. Al despertar, todo lo que tuvo que hacer fue tomar su pluma y escribir todos los versos del poema tal como los recordaba de haberlos leído en su sueño. Desafortunadamente, cuando estaba transcribiendo las imágenes, fue interrumpido por un visitante inesperado y, habiendo completado únicamente 200 líneas del poema fue incapaz de continuarlo luego. Las visiones se habían evaporado de su mente. Un extraño paralelismo da cuenta de que, veinte años después de que Coleridge escribiera su poema, se tradujo en París una fuente persa del siglo XIV que daba cuenta de que Kublai Khan había construido su palacio de acuerdo a un plano que, curiosamente, había también soñado.
Escribir, como en el sueño de Coleridge, es una lectura perfecta porque el escritor es un lector para quien el texto no se constituye como un fantasma ajeno sino que es la misma prolongación de su propio fantasma.

AUNQUE, A PESAR DE TODO…
Además de señalar las semejanzas entre el lector y el escritor, Marcel Proust decía también otra cosa. Decía que entre escribir una novela y vivirla no había gran diferencia. Se ha dicho muchas veces que escribir es crear mundos. Frente a la realidad que se nos presenta como un límite infranqueable en tanto que la misma no puede ser deshecha ni anulada, la escritura se presenta en cambio como un arma de libertad y poder. En mi escritura yo puedo ser Emperatriz de la China, prisionera de los marcianos, Cleopatra o una mariposa. En la hoja blanca, hago lo que quiero. Mediante la literatura soy libre hasta de crear mis propias cárceles.
Cuando uno escribe crea mundos con todos los objetos que los componen, con sus leyes propias, con una particular manera de ser de las cosas. La tapa del libro es la puerta que da acceso a cada uno de estos mundos. Esa puerta será traspasada tanto por el escritor como por el lector solo que, con la lectura, elijo entrar en el mundo propuesto. Con la escritura, soy yo misma la que invento el mundo y lo propongo.
Truman Capote cuenta, en su prefacio para Música de Camaleones, que descubrió la escritura cuando era niño: “Yo escribía historias de aventuras, novelas policiales, escenas cómicas, cuentos que me habían narrado ex esclavos y veteranos de la Guerra Civil. Me divertía muchísimo al principio. Dejé de divertirme cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y escribir mal”, dice Capote. Pero yo no creo que haya literatura bien o mal escrita. Al menos, en cuanto al nivel gramatical se refiere. Es más, creo que la literatura surge casi siempre de esos bordes donde no hay aun parámetros, donde es el escritor el único que inventa y reina, aun incluso sobre la propia gramática.
No creo que haya literatura bien o mal escrita, pero sí creo que hay literatura donde, al leerla, nos enfrentamos con una escritura vivida (o con vida escrita, que a la larga viene a ser la misma cosa) y otros casos donde sólo nos encontramos únicamente con cadáveres textuales, aunque estos sean más o menos bonitos.